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Nota del editor: Con motivo del día de la madre, volvemos a leer un artículo que la consejera DeAnna Quietwater Noriega escribió en mayo de 2013 en homenaje a su madre. Esta publicación marcó la entrada inaugural del blog Opiniones iguales sobre la pérdida de la visión (Peer Perspectives on Vision Loss), ahora llamado “Con discapacidad visual, ¿y ahora qué?” (“Visually Impaired, Now What?”).
Diagnóstico de glaucoma congénito
Mi madre tenía diecisiete años cuando nací. Fui la primera de sus cinco hijos. Seis meses después de mi nacimiento, me diagnosticaron glaucoma congénito. El pronóstico no era bueno. A mi madre le dijeron que probablemente a los diez años me quedaría totalmente ciega.
Entonces no existían muchas de las técnicas quirúrgicas que hoy se utilizan con éxito. El tratamiento primario eran fármacos administrados en colirios para controlar la presión dentro del ojo. Con cada aumento incontrolado de la presión, se producían daños irreversibles. A diferencia de la aparición del glaucoma en adultos, la forma congénita es dolorosa.
Entre los cinco y los ocho años realizaron tres operaciones para estabilizar mi estado. La última me dejó sin percepción de la luz, totalmente ciega.
Para entonces, tenía dos hermanos con visión normal, que eran dos y cuatro años menores que yo. Mi madre no tenía ninguna experiencia que la guiara en la crianza de una niña con discapacidad visual. Nunca había conocido a una persona ciega, ni había expertos a los que pedir consejo. Era una niña vivaz, curiosa por todo y de temperamento independiente. Mamá decidió que, como sabía tan poco, el mejor plan era mantenerse al margen y dejarme descubrir mis limitaciones.
Muchos años después, mi madre admitió que había ocasiones en las que observaba temerosa desde la ventana de la cocina cómo yo corría a toda velocidad hacia un árbol o la valla del patio trasero. Luchó contra su instinto de correr al rescate a menos que yo estuviera herida. Contenía la respiración cuando me subía a los árboles, me ponía de pie en el asiento para que se moviera mi columpio o jugaba bruscamente con mis hermanos pequeños. A veces, dejaba a un lado las tareas domésticas para ayudarme a aprender a patinar o a saltar a la cuerda. Nunca me impuso sus propios temores por mi seguridad. Siempre me animó a probar cosas nuevas, comprendiendo que solo así aprendería a manejarlas. No quería que su miedo se transmitiera a mí, cargándome con otra desventaja a superar además de la ceguera.
Aprender a realizar tareas domésticas
Cuando crecí, me enseñó a hacer las tareas domésticas, a coser y a cocinar. Así ella tenía un par de manos más en casa y yo me sentía competente y útil. Nunca me di cuenta de que me daba directrices en cada paso de la preparación de una comida desde otra habitación porque le resultaba difícil verme manipular cuchillos afilados o sartenes calientes.
Trabajó para que no desarrollara ‟ceguerismos” [Nota editorial: ciertas formas, como los movimientos repetitivos de partes del cuerpo, como frotarse los ojos, hacer gestos con las manos, mecerse o balancearse, solían llamarse ‟ceguerismos”], lo que me diferenciaría de mis compañeros videntes. Me regañaba suavemente para que mirara en su dirección cuando le hablara a ella y para que mantuviera la cabeza en alto. Me aconsejó sobre qué colores combinaban mejor y me quedaban mejor. Pasaba mucho tiempo comprando y cosiendo para que yo vistiera a la última moda. Me enseñó a confiar en cómo me veía y a sentirme orgullosa de estar bien arreglada.
Participar en actividades para practicar habilidades sociales
Condujo kilómetros para llevarme a campamentos especiales y otras actividades con jóvenes con discapacidad visual para que pudiera practicar habilidades sociales como aprender a bailar. Así podría utilizarlas con confianza en mi comunidad de videntes. Pero sobre todo, mi madre me dio la libertad de probar mis alas. Se contuvo de darme consuelo cuando me caía, a menos que estuviera realmente herida, me consoló libremente cuando lo necesité y nunca insinuó que pensara que podría caerme. Mi maravillosa madre comprendió que amar a un niño discapacitado significaba sufrir en silencio sus miedos y dudas y dejarme libre. Sabía instintivamente que si intentaba proteger y cobijar a su pollito herido, quizá nunca alcanzaría todo mi potencial.
Casada y con hijos propios
Ahora soy madre de tres hijos adultos, abuela de siete, casada con un buen hombre y soy una mujer que realiza innumerables actividades en mi comunidad. Fui la primera de mi familia en obtener un título universitario. Pasé dos años y medio sirviendo en el Cuerpo de Paz y una vez escalé una montaña de tres mil metros. Todos estos logros son míos porque mi madre fue lo bastante fuerte como para dejarme correr y jugar, explorar y crecer, igual que a sus otros cuatro hijos sin discapacidades. Siempre estaba ahí para ofrecerme un abrazo o una palabra de ánimo, pero nunca para transmitirme sus miedos. Ella era el viento bajo mis alas.
Publicado con autorización en el Foro Braille, volumen xxxvi, mayo de 1998.
DeAnna sigue honrando a su madre
Como Liz Bottner dijo en su publicación sobre DeAnna en 2021,
DeAnna escribió su primer libro, Cincuenta años caminando con amigos, en honor a su madre, que acaba de cumplir 90 años. En palabras de DeAnna: ‟Llevo años trabajando en ello, pero me faltaba valor para lanzarlo al mundo. Si no hubiera estado luchando contra mi decepción por no poder estar con mi madre en su cumpleaños número 90, probablemente este libro seguiría atrapado en un archivo de mi computadora. Querer regalárselo a mi mamá me hizo arriesgarme a sacarlo de mi computadora y descubrir si realmente tengo una historia que contar y que otros quieran leer”.
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