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“Odio decirte esto…” La oftalmóloga me dio una caja de pañuelos al comunicarme la noticia de que no podía conducir. Sacudí la cabeza y me reí entre dientes mientras apartaba la caja antes de darme cuenta de que mis padres lloraban en un rincón de la habitación.
A pesar de las lágrimas de mis padres, estaba segura de que la doctora se había equivocado; alguien le había dado un informe equivocado. ¡Mi visión estaba bien! La pizarra se veía un poco borrosa desde el fondo del aula. Llevaba meses estudiando con ilusión para el examen del permiso de conducir y ya había elegido mi primer coche. La doctora continuó hablando sobre la pérdida del campo visual, los servicios y la planificación de la transición; sin embargo, ninguna de sus palabras se me quedó grabada cuando empecé a imaginar lo que podría pensar la gente del colegio.
El regreso al aula
Cuando volví a la escuela, decidí seguir adelante como si la cita oftalmológica nunca hubiera existido. No le conté a nadie la noticia de mi pérdida de visión. Al poco tiempo, dejé de ir a almorzar porque me costaba encontrar a mis amigos en la cafetería, y los exámenes sorpresa los entregaba en blanco porque no podía leer las preguntas de la pizarra. Como adolescente angustiada, prefería fracasar antes que ser percibida como “diferente”. La idea de graduarme de la escuela secundaria empezó a parecerme imposible.
Cómo superar la pérdida de visión
Conocí a mi docente de alumnos con discapacidad visual (TVI, por su sigla en inglés) durante mi primer año. Como me avergonzaba demasiado reunirme con él durante la jornada escolar, nuestras clases eran por la mañana, antes del colegio. Agachaba la cabeza cada vez que mi TVI venía a trabajar conmigo durante todo el primer semestre. A pesar de que viajaba desde una hora de distancia para reunirse conmigo, no veía nada positivo en comprometerme con él; sin embargo, siguió mostrándose paciente.
A principios del semestre de la primavera, mi TVI me invitó a visitar nuestra escuela estatal para personas no videntes. Lo interrumpí para rechazar la invitación antes de que pudiera terminarla; sin embargo, cuando me recordó que visitar con él la escuela pública para personas no videntes significaba que tendría un día libre en el colegio, acepté acompañarlo sin pensarlo dos veces.
La visita a la escuela
Cuando llegamos a la escuela para personas no videntes, asistí a una clase de alumnos de secundaria, y enseguida me incluyeron en su conversación. Aunque no conocía a ninguno de ellos, la conversación fluyó con naturalidad y, de repente, me di cuenta de que era la primera vez que hablaba de mi pérdida de visión.
En esta sala llena de compañeros que se hicieron amigos al instante, empezaron a compartir fragmentos de sus propias historias. Muchos de ellos eran no videntes de nacimiento, pero cada uno me aseguró que el proceso de comprender y aceptar la discapacidad es un proceso, independientemente de las circunstancias. Los alumnos me animaron a pensar que las cosas serían más fáciles y que me adaptaría si me esforzaba por aprender las habilidades que necesitaba para terminar los estudios y ser independiente.
Volví a casa con un nuevo compromiso de trabajar con mi TVI. Mis clases de braille seguían reservadas para las primeras horas de la mañana y mi bastón permanecía escondido en el armario de mi habitación, pero empecé a desarrollar el lenguaje necesario para hablar con mis docentes y amigos íntimos sobre mi pérdida de visión. Con su apoyo, me gradué entre los mejores de mi clase y me aceptaron en la universidad con una beca por méritos propios.
La transición a la universidad
Aunque tuve que enfrentarme a algunos desafíos cuando me trasladé a la universidad, me di cuenta de que me sentía más cómoda que nunca con mi identidad. Enseguida conocí a otros universitarios no videntes y gané confianza para defender las adaptaciones que necesitaba. Mi bastón me permitía caminar con la cabeza alta y exploré todo el campus antes de que empezaran las clases.
Construí una comunidad de amigos diversos y aprendí que mi discapacidad contribuía al valor de mi perspectiva. Poco a poco, me di cuenta de que mi ceguera tiene muchos más aspectos positivos que negativos. Empecé a hacerme ver más que a retraerme, y me sentí capacitada para educar más que para mezclarme con quienes me rodeaban.
Asociación con mi perro guía
Cuando me sentí segura de ser notablemente diferente, solicité mi primer perro guía. Cuando llegué al campus, me senté con la oreja pegada a la puerta de mi dormitorio, escuchando el tintineo de las placas de identificación por el pasillo. Abrí la puerta a medio golpe y mi perra guía, Tasha, entró corriendo en mi habitación, llena de energía. Esa tarde, doblé el bastón, lo metí en la maleta y le puse el arnés a Tasha por primera vez. Nuestro primer trayecto como equipo fue aterrador, emocionante, extrañamente emotivo y (cuando me permití dejar de contener la respiración el tiempo suficiente para confiar en su entrenamiento) divertido.
El club de fans de Tasha se extiende por 16 países de seis continentes. Tasha y yo hemos compartido 37 vuelos, 26 presentaciones, 21 compañeros de piso, 15 hijos adoptivos, 14 mudanzas, tres aulas, dos títulos universitarios y hemos oficiado una boda. Cuando me senté en aquella consulta de oftalmología, nunca podría haber imaginado lo plena que llegaría a ser mi vida algún día.
Aceptar el camino que tenemos por delante
La aceptación llegó poco a poco. No puedo pensar en una fecha concreta en la que me sentí segura de mi pérdida de visión y de mi identidad como mujer no vidente, pero sé que cambió (mejoró) la trayectoria de mi vida. Aceptar mi ceguera me ha llevado a un campo y a una vida que me encantan. Ha sido un camino lleno de desafíos, sí, pero también de crecimiento, amistad y oportunidades. Mi recorrido me ha permitido ver el mundo de una manera única y enriquecedora.