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Nota del editor: George Stern, estudiante universitario y brillante orador sordo-ciego, comparte el impacto duradero de contribuir en su familia cuando era niño.
1: A través de la ventana, suavemente
Así que lo que habría sucedido es que mi madre, la Sra. Norma, la Sra. Marie, o alguna otra Sra. de nuestra constelación de vecinos, se habría quedado fuera de su apartamento. Al mismo tiempo, se habría ido la luz porque, por supuesto, así tendría que ser; es la Ley de Murphy: todo lo que pueda salir mal, saldrá mal.
Entonces habría una reunión, un coloquio, una conspiración y, al final de todo, se arrancaría un mosquitero, se haría palanca en una ventana no asegurada y yo me metería en una oscuridad familiar para abrir la puerta desde dentro.
En retrospectiva, no recuerdo que hubiera un motivo explícito para que fuera yo quien entrara. Puede que se debiera a que estábamos a principios de los noventa, y las elegantes damas de color no trepaban por las ventanas rompiendo sus buenas medias. O tal vez fuera la profunda aversión que sienten muchas personas videntes a moverse en oscuridad inesperada, incluso en espacios familiares. (Esto era antes de los teléfonos inalámbricos, ni hablar de los teléfonos inteligentes con linternas incorporadas). Personalmente, creo que algún antiguo ingenio maternal comunitario estaba actuando, susurrándole a todas esas mujeres que cada niño necesita una misión, un momento, un recuerdo de haber sido el héroe o heroína de su comunidad.
2: En la carretilla, peligrosamente
** Trece años después**, estaba en la caja de la camioneta de mi padre, sonrojado por sostener una bolsa de grava de 18 kilos y hacer que pareciera fácil. También estaba sonrojado, pero de alegría, porque me invitaban a trabajar junto a mi padre por primera vez en mucho tiempo; él había estado fuera muchas veces, haciendo largos recorridos en camión, y yo me había retirado a un mundo de ensoñaciones y de audiolibros de la Servicio Nacional de Bibliotecas (NLS, por su sigla en inglés). Descargar un camión juntos se sintió como una auténtica reunión. Resultó que duró poco.
Estaba tan emocionado, tan ansioso por demostrar mi habilidad y mi fuerza, que saqué la bolsa del camión antes de que mi tía Mava estuviera lista para recibirla con la carretilla. La carretilla hizo lo que cualquier carretilla con un poco de amor propio haría cuando demasiado peso cae precipitadamente sobre un extremo: se volteó como un balancín sobrecargado, esquivando por poco a la tía que tenía la cabeza agachada. Después de eso, me despidieron del lugar de trabajo y volví a refugiarme en mis libros y en mis ensoñaciones, sintiéndome cada vez más como un fantasma intrascendente: distante, irrelevante, inmaterial.
3: Susurros en el Palacio de la Cebolla de la Memoria
Las personas que realizan increíbles proezas de memorización hablan de construir palacios de la memoria por los que “pasean”, y van guardando o recuperando información a voluntad.
Mi palacio es una cebolla (de múltiples capas, picante y deliciosa cuando se carameliza) y está embrujado: lleno de cosas que saltan y dicen “¡buuu!” cuando busco un recuerdo concreto. Como cuando recordé que era un ladrón benévolo y me fui persiguiendo la alegría, el orgullo, la emoción de compartirlo contigo. Una multitud fantasmal de carreras pasadas me asediaba, susurrando y gritando por su propio trozo de inmortalidad a través de la escritura: “¡Nosotros también, acuérdate de nosotros también!”
Y así…
– Mi carrera como excelente lavador de mesas
– Mi carrera como portero elegante
– Mi carrera como báscula humana de precisión aterradora
– Mi carrera como elaborador de bebidas deliciosas
– Mi carrera como gurú de los consejos para perros guía
– Mi carrera como banda sonora tranquilizadora
– Mi carrera como pastelero
– Mi carrera como preparador físico
– Mi carrera como agitador de accesos
– Mi carrera como anunciador de auras…
***
¿Ve algún patrón?
El verdadero valor de estas “carreras” y de todas las demás que podría haber mencionado no reside en su poder adquisitivo, sino en su impacto social: el efecto dominó de humanización, de afirmación de la existencia y de reconocimiento mutuo que se produce al contribuir a la vida y a las vidas que nos rodean, al marcar la más mínima diferencia positiva.
4: El trofeo es la participación
Me recuerda a una señora sueca de mediana edad, posiblemente autista, que solo existe en un libro. Abandona a su marido infiel y consigue un trabajo (el primero en cuarenta años) como entrenadora de fútbol en un equipo juvenil de una pequeña ciudad. La motiva mucho una increíble capacidad de amar y la determinación de que el mundo la conozca y la reconozca: “¡Brit-Marie estuvo aquí!” Ese es el título del libro, escrito por Fredrik Bachman, que recomiendo profundamente.
Pero bueno, Brit-Marie es mi heroína porque libra la lucha que muchas otras personas con discapacidad y yo nos encontramos librando: contra una sociedad extremadamente escéptica de nuestra capacidad para contribuir de forma significativa al mundo que nos rodea, salvo quizá un poco de inspiración en forma de rayo de sol a través del milagro de nuestra improbable existencia. Nuestros diferentes cuerpos y diferentes formas de ser, hacer y pensar se reducen a colecciones de “necesidades especiales”, sobre las que se discute interminablemente en términos de los recursos que necesitamos: el espacio, el dinero, el tiempo, el personal y los equipos. ¿Qué se pierde en este relato desigual de la toma? La realidad, eso mismo.
Cuando veo cuántos de mis compañeros con discapacidad acuden en masa a los elementos de intercambio de recursos y creación de comunidad de las redes sociales; cuando oigo hablar de un amigo con discapacidad y trabajo a tiempo completo que se vuelca con alegría en otro proyecto de voluntariado; cuando se me levanta el ánimo porque he sujetado una puerta a alguien, y me ha dado las gracias, y he sonreído “De nada”; cuando soy testigo de todas estas cosas y más, veo a un pueblo impulsado, desesperado por dar, y damos todo nuestro ser polifacético. Como ven, no es un trofeo de participación lo que perseguimos cuando defendemos y promovemos el acceso; es el trofeo de la participación.